Llevo tatuada la palabra jump en el pie. Si me preguntan por qué y no me apetece explicarlo, es tan fácil como responder que se salta con los pies, pero este tatuaje es fruto de un viaje del que merece la pena hablar.
Hace un año y medio volé a Maldivas con mi amiga M. Todo empezó cuando, un lunes cualquiera, recibí un WhatsApp suyo preguntándome: “Pau, ¿podrías cogerte vacaciones en marzo?”. Y al segundo, un pdf que llevaba como nombre: Retiro Entre Azules. Cuatro meses después de aquel mensaje, aterrizamos en Malé, preparadas para nuestro retiro de yoga con “algo de snorkel”.
Pronto nos dimos cuenta de que el concepto que teníamos de pasar unos días tranquilos en esas islas paradisíacas, distaba mucho de la realidad. Prueba de ello que el segundo día, nos despertaron a las cinco de la mañana para bucear con tiburones ballena. Eso sí, cumplimos nuestro objetivo con creces: desconectar y disfrutar.
La primera isla en la que nos alojamos fue Maafushi. Lejos de ser esa idílica fotografía que ocuparía la portada del catálogo de una agencia de viajes, era una isla local de algo más de un kilómetro de longitud. En sintonía con esta, nuestro hotel tampoco era uno de esos resorts de los que abres la puerta y tienes un pie en la playa. Así que luchar contra “mis neuras” en cuanto a la limpieza y la higiene, fue el reto número uno de todos los que formaron parte la gran terapia de choque que viví allí.
Volviendo al primer día, tras casi dieciséis horas de vuelos (con escala de cuatro horas incluida) y habiéndonos sonado la alarma mucho antes de lo que ambas considerábamos una hora aceptable para salir de la cama, nos subimos al barco dispuestas a afrontar la aventura.
A bordo era evidente el miedo. Algo muy sensato si estás a punto de nadar con un bicho que mide doce metros y pesa treinta y cuatro toneladas, al que han bautizado como “tiburón ballena” con la intención de suavizar un poquito lo de “tiburón”.
A., la chica que organizaba el viaje y que está familiarizada con el mar de Maldivas porque lleva más de dos años viviendo allí, nos explicó que no todos los días es posible encontrar al animal que estás buscando. Dar con ellos es una suerte y por eso, cuando aparecen, hay que saltar lo más rápido posible al grito de “jump, jump, jump!”. Si no saltas en el momento exacto, te lo pierdes.
El barco fue bajando el ritmo a medida que nos acercábamos a la zona que frecuentan los tiburones ballena, hasta detenerse. A. nos avisó de que “nuestra presa” (aunque suene paradójico) rondaba por ahí y debíamos mantener la calma para que se acercase a nosotros. Comenzamos a colocarnos los equipos de snorkel. No sé si los animales marinos huelen el miedo de los humanos, pero nuestro barco apestaba a miedo. Miré a M. “¿Estás preparada?”, le pregunté. “Pues… me aprietan un poco las aletas”. Me quedó claro que todo esto le daba el mismo vértigo que a mí: ninguno.
Hicimos “jump, jump, jump!” varias veces durante todos los días que estuvimos en el país. Nadamos con delfines, con tortugas, con peces manta y con tiburones, tanto ballena como nodriza. Aprendimos a cuidar del mar y de los animales que viven en él, porque por muy enormes que sean, se sienten atacados si no te acercas a ellos con cuidado.
Después de Maafushi, pasamos unos días en Guraidhoo. Era una isla aún más pequeña, de 0,5km de diámetro, en la que hicimos nuestra primera inmersión de buceo.
Nos dividieron en dos grupos y nosotras estábamos en el segundo. Tuvimos una hora de tiempo libre hasta que llegó nuestro turno y fue la única vez que “frenamos un poco” en todo el viaje. Esperamos sentadas en un banco y no tardé ni cinco minutos en romper a llorar. M. me miraba alucinada y yo no paraba de repetir: “no sé qué me pasa pero tranquila, estoy llorando ‘en plan bien’ ”.
Cuando por fin dejé de ser un volcán de lágrimas, pude entenderme y explicar a mi amiga todo lo que se había despertado dentro de mí, en los últimos seis días. Sin darme cuenta, me había enfrentado a una larga lista de miedos a los que nunca pensé que sería capaz de plantarles cara. Algunas personas de las que había conocido me habían ayudado a ver la vida de otra manera. Y por si no era suficiente, en ese momento en el que lo último en lo que pensaba era en fijarme en alguien, mis planes se habían truncado (y mucho).
Volví a Madrid con la mayor resaca emocional de mi vida y pensando en lo distinto que habría sido todo si hubiésemos ido a parar a una de las ochenta y siete islas, enfocadas al turismo, que hay en Maldivas. Me planteé dejarlo todo, hacer las maletas y comprar un vuelo sin vuelta. Porque allí, entre azules, todo era de otro color.
Una de las muchísimas cosas que aprendí en ese viaje fue que en la vida hay que saltar. Y si te da miedo, saltas con miedo. Porque lanzarse a la piscina (o al mar de Maldivas) es confiar en que lo que te puedas encontrar, te guste.
P.D.: Si saltas, hazlo motu proprio. Que te empujen, no mola tanto.